miércoles, 12 de noviembre de 2008

EL DULCE PORVENIR (The Sweet Hereafter)

Blanco y puro como la nieve, la vida de un niño cuyo afán no es más que el de perseguir un sueño, la dulce melodía de una flauta que le invita a creer en el futuro, en un mañana que todos conformamos según el color de nuestros sueños.

Tragedia de muerte, de desaparición sin sangre en el lugar que nos queda cuando todo se diluye, cuando la misma nieve que refleja nuestros rostros se deshace dejando riachuelos descontrolados, navegando al azar en busca de un océano que los reciba. La misma sonrisa ajena a toda catástrofe anunciada, la que quedará congelada en el rostro de a los que sólo les queda el recuerdo.

Pérdidas. Existir ya nunca es lo mismo cuando aparece, de forma inesperada, la muerte con sus mil caras. La aparente calma que se respira, las costumbres de cada día, las rutinas y saludos, la aparente seguridad e inocencia de aquellos que nos rodean se tambalea, obliga a revisar los cimientos sobre los que nos construimos a nosotros mismos.

Infidelidad, incesto, promesas de porvenir entre algodones, el calor de un abrazo, ser consecuente con los propios valores... y de repente un alto en el camino, perder una rama, una parte de la frágil raíz que nos mantiene erguidos, y todo parece cubrirse de un manto de incertidumbres, de deseos ocultos, de necesidades no colmadas.

Muchos han perdido a sus hijos, y con ellos bajo el hielo han perdido parte de sí mismos. Sobrevivir puede ser un regalo, o un castigo eterno para quien tuvo en sus manos la posibilidad de girar el volante hacia otro lado, y vivirá siempre con los rostros sonrientes a través del retrovisor, con la culpa como compañera. O las piernas de quien ha visto truncados sus sueños, las promesas que le vendieron en pos de una caricia proscrita, y que sólo entonces descubre el alcance del negocio, lo absurdo del intercambio si ahora ya no puede escuchar el sonido de la música que envenena sus fantasías. O el flautista que busca salvar a un pueblo para así salvarse a sí mismo, de ese pozo sin fondo de llamadas agónicas exigiendo dinero, tratando de ser un padre de los niños muertos, y perdonarse a sí mismo por la hija que murió en su corazón hace tiempo, aunque perviva en la voz que regularmente le llega de lejos.

Quizás sea mejor, entonces, ser tullido y no poder bailar al son de la música. Para no descubrir un día que seguimos atrapados en una cueva, ajenos al sol, lejos del calor y el azul del cielo.

DIRECTOR: Atom Egoyan
AÑO: 1997

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